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Por: Laura Daniela Rivera Puello*[1]

Una breve búsqueda en la pestaña de noticias en Google con las palabras “racismo en instituciones educativas” bastan para ver un panorama desgarrador: hace meses se viene denunciando el aumento de casos de racismo en las instituciones educativas y hace poco las Igualadas publicaron una denuncia de racismo en un colegio privado de la ciudad de Bogotá. Adelante, hagan por su cuenta el ejercicio de la búsqueda. No puedo evitar preguntarme qué ha aumentado en realidad: ¿los casos o las denuncias? ¡Claro que es una buena noticia que se denuncie más! La persistencia de la duda viene de saber que los casos de racismo siempre han estado ahí. 

En un país como Colombia, el cuarto de la región con mayor número de población afrodescendiente junto con Costa Rica, Ecuador, Panamá y República Dominicana y uno de los más desiguales, hay quienes creen que el racismo es un problema de unos pocos, incluso de otros tiempos o que afecta a otros países, pero no al nuestro. “Pero es que el racismo acá es como de unos pocos, no es como en Estados Unidos” me dijo una persona el otro día. Su percepción del racismo da cuenta de dos grandes legados que lleva a muchas personas colombianas a creer que la desigualdad social es igual para todo el mundo sin importar su pertenencia étnica o racial: el silencio histórico frente a las inequidades raciales y la ficción del mestizaje como un dispositivo de poder reticente a señalar el racismo estructural. 

Esas ideas arraigadas que son fundantes de nuestra nación y las relaciones sobre las cuales se construyeron las instituciones sociales como las conocemos, corresponden a lo que llamamos el carácter estructural del racismo, entendido como valores, prácticas, ideas, imaginarios y factores que reproducen la marginalización, opresión y exclusión multidimensional de las personas afrodescendientes, sus ideas, prácticas y contribuciones. Del mismo modo, paradójicamente, ese silencio estructural frente a las inequidades raciales fundantes de los sistemas de poder que han dado forma a la nación ha contribuido a que aún hoy pensemos en el racismo como una ideología y un conjunto de prácticas lejanas en la historia de la humanidad, mas no como una problemática presente en la constitución integral de nuestras vidas. 

El racismo en Colombia es, en mi opinión, un racismo solapado. Todo entre el “humor” –que no está demás decirlo: no es broma–, la negación, la vergüenza, la infantilización y el ocultamiento de que las barreras sociales y culturales que persisten en la nación son aún hoy un gran desafío para que las personas afrodescendientes vivan en dignidad.  Así, en Colombia diariamente el racismo se manifiesta en la persona que cree que puede tocar nuestros cabellos, en la señora que me dijo el otro día que las personas esclavizadas “vivían mucho mejor que nosotros porque un esclavo valía mucho y los amos cuidaban sus objetos”, en las infancias que sufren de matoneo por el simple hecho de ser afrodescendientes, en el personal de seguridad que persigue a la juventud negra por el almacén o en la institución policial que la asesina. Peor aún, el racismo en nuestra sociedad está tan normalizado que cuando lo señalamos la respuesta más común es la invalidación y que nos tilden de ser personas exageradas o rencorosas.

La Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad dejó establecido en las recomendaciones para la no repetición contenidas en el capítulo étnico Resistir no es aguantar, la urgencia de llevar a cabo transformaciones estructurales en los sistemas educativos que sustentan el patriarcado y el racismo para construir una sociedad justa y en paz. Si queremos caminar hacia un futuro en paz con justicia racial, creo que el paso inicial es dejar el “no es conmigo” cada vez que se habla, se señala o se cuestiona el racismo; y para esto propongo reconocer en las palabras de mujeres afrofeministas estrategias para poder dar ese primer paso.

Para esto, bell hooks propone en su libro Enseñar pensamiento crítico (2021) que le apostemos a la pedagogía del compromiso en tanto una práctica en la que toda la comunidad educativa se vea implicada en los procesos de enseñanza-aprendizaje y en los cuales se reconoce lo valioso de que más allá del ejercicio mayoritariamente valorado de colocar la palabra hacia afuera, coexista la escucha activa en tanto práctica y herramienta que contribuye a la formación de comunidad. 

Propongo extender dicha pedagogía a un actuar político antirracista que no sea omiso con el racismo. Por el contrario, que lo señale como oportunidad pedagógica para la transformación social con garantías de no repetición. Una escucha atenta y cuidadosa que reconozca la existencia de diferentes lugares de enunciación y no los invisibilice en la homogeneización, puede ser una herramienta, por un lado, para el reconocimiento de la persistencia de las inequidades de raza y género en perspectiva interseccional– es decir el reconocimiento de que acuerpar un lugar específico de género y de raza determina e influye nuestras vidas– y, por el otro, para su consecuente transformación posibilitada desde el reconocimiento. 

En ese sentido, podemos adoptar tres principios para comenzar a desmontar el racismo dentro del aula y en nuestra cotidianidad: I) reconozcamos el racismo y nombrémoslo, II) demos lugar a la experiencia vital como fuente valiosa para construir conocimiento y reflexiones conjuntas y III) traigamos nuevos referentes que posicionen a la gente afrodescendiente en lugares de dignidad y que, como las afrofeministas, nos brinden herramientas para transformar este sistema racista y patriarcal, pues ante la persistencia del racismo necesitamos nuevas narrativas y que se nos reconozca el lugar histórico que hemos ocupado como agentes y creadoras de este y otros mundos posibles. 


[1] Antropóloga, afrofeminista e investigadora interesada en los estudios de raza, género, etnicidad y la construcción de pedagogías antirracistas. Integrante del Grupo de Estudios Afrocolombianos – GEA