Fotografía: Efe y Dejusticia
Por: Beatriz Valdés Correa
Periodista.
@Beatrijelena en Twitter.
La historia de Carmenza es uno de los tantos relatos que la Red Petra Mujeres Valientes entregó este primero de marzo ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en Colombia como testimonio de las víctimas de guerra y de explotación sexual.
Cuando Carmenza* perfeccionó la técnica, nunca más dudó de su fuerza. El día en el que los paramilitares llegaron a su comunidad, a orillas de una quebrada cerca del río Baudó, ya se había enfrentado al desplazamiento forzado y a la violencia machista, y había sobrevivido.
Pasó la década del 90 en Bogotá, ahí parió a sus hijos y tuvo un trabajo estable. También ahí fue constantemente violentada por su marido. “Yo llegaba cansada de trabajar y si yo no me entregaba, era una paliza que me daba”, dice tranquila, porque ella no llora en público. Sus jefes en la empresa de alimentos en la que trabajaba la vieron llegar muchas veces con la cara hinchada y los ojos “más negros que yo”, bromea. Por eso la mandaron a hacer un curso de defensa personal.
Un día se dañó la máquina que operaba y volvió a la casa antes de tiempo. Encontró a su marido desnudo con la niñera. La reacción, aunque dolorosa, no le sorprendió: él la golpeó. Pero ese día ella devolvió el ataque y lo apuñaló. No fue grave, él se recuperó y no la denunció. Al contrario, le exigió “que volviera a ser su mujer”, pero
Carmenza prefirió irse.
A su vereda en el Baudó volvió en 1999 con la claridad de que quería vivir bien. Empezó a cultivar una semilla madre y a trabajar con las mujeres enseñándoles a hacer colchas y bordados. Además, empezó a gestionar apoyo médico para que les hicieran la pomeroy a las que quisieran.
En la región, para entonces, había fuerte presencia guerrillera. En los 90 estuvo en el territorio la guerrilla del EPL, el ELN y en el 2000 llegaron los paramilitares. “Con la guerrilla uno podía vivir, pero le tocaba pagar”, recuerda Carmenza. Esa convivencia forzada causó la estigmatización de la población y “conllevó acusaciones cruzadas que aumentaron su nivel de inseguridad y la arbitrariedad de los actores armados”, reseñó el medio de comunicación Verdad Abierta. Y quienes sufrieron en el cuerpo fueron las mujeres. Entre ellas, Carmenza.
“A un primo no le gustó lo que yo estaba haciendo. Él fue el que mandó a los paracos para allá. Ese día llegaron a la vereda y solo había mujeres y niños. Mis hijos no estaban allá porque yo los tenía estudiando en Quibdó. Entonces cuando él (el jefe paramilitar) llegó, dijo:
—¿Y cuál es la mocita de los hijuetantos guerrilleros?
Yo por ser alzadita, le dije:
—Soy yo y qué. ¿Cuál fue el problema?
Entonces yo le dije al muchacho ese, al que le decían Piolín, era del grupo Élmer Cárdenas, era de Montería, o eso decía él. Le dije:
— Si tenés las huevas rayadas, vámonos a puño. Si vos me ganás, me hacés lo que se te dé la gana. Y si yo te gano, yo te hago a vos lo que se me dé la gana.
Yo soy chiquita, pero no era así de gorda. Él empezó a burlarse, se quitó el armamento y nos fuimos a puño. Yo le iba ganando porque yo venía de lucha.
Y el primo mío que venía ahí, que traía la cara tapada, pero sé que era él, me pegó con la cacha del revólver. Me noqueó. Yo ya me le había subido encima y el otro me pegó acá (señala la nuca).
Me reventó.
Me violaron a mí, a mi madrastra, a mi mamá, a varias madrastras, y ese desgraciado (el primo) le decía (a “piolín”): mátala, mátala, mátala.
Entonces él dijo: no, mi bala vale más que ella.
Y mi mamá y mis madrastras se atravesaron. Ellas tenían unos aretes de oro puro, mi mamá se los sacó y se los dio: tome, pero déjeme a mi hija que a mí me sirve”.
Solo en los municipios de Alto, Medio y Bajo Baudó, en los que la mayoría de la población es étnica (afro o indígena), fueron violentadas sexualmente 350 mujeres negras, frente a 22 indígenas, según el Registro Único de Víctimas. Sin embargo, las organizaciones de mujeres llevan años denunciando que hay un subregistro gigantesco, aunque no se sabe de cuánto podría ser. Y lo cierto es que muchas no denunciaron la violencia sexual porque no era seguro para ellas, porque los armados seguían en sus territorios y las autoridades no les daban confianza, y menos le importaban a las instituciones del nivel central. Testimonios recogidos por la Ruta Pacífica de las Mujeres dan cuenta de que hubo acoso sistemático contra las mujeres y las niñas.
“Históricamente el cuerpo negro ha sido deshumanizado, desde la trata, y esto se ha traducido en un objeto intercambiable y comercializable. Son los rezagos de la esclavitud. Después, dados los rasgos fenotípicos de la gente negra, se ha seguido generando una percepción en la que no nos hemos podido despojar de esa noción colonial. Continúan las prácticas coloniales cuando se piensa que es un cuerpo-objeto de fácil acceso, sin valor, que debe ser colonizado, mercantilizado, exotizado e hipersexualizado. En el caso de abuso sexual, al tener un cuerpo que está desposeído de la humanidad, no hay problema en vulnerarlo y violentarlo”, explicó para el diario El Espectador Clara Inés Valdés, investigadora afrocolombiana.
Es decir, el prejuicio por medio del cual esclavizaron a personas negras persiste. Y cuando esto se suma al hecho de ser mujer, y a los prejuicios machistas que vinculan lo femenino con un objeto sexual y una cuidadora innata, el resultado es el imaginario de que las negras sirven para la cama y la cocina. Si se suma el poder de las armas en un territorio empobrecido, pasa lo que les pasó a las mujeres de la vereda de Carmenza.
Cuando los “paras” terminaron con ellas, las echaron. Dijeron que necesitaban la quebrada, que era de ellos. Porque para los armados las negras no podían permanecer en su tierra. Entonces empezó el camino por la selva. Tres días andando, durmiendo en el monte, caminando a tropezones, con las entrañas doloridas. Cuando llegaron a un puesto de Policía en un caserío, recuerda Carmenza, encontraron que los oficiales destecharon las casas de la gente, que mataron campesinos y jóvenes, y nadie los contó.
“Yo cogí a mis hijos de Quibdó y me vine para Bogotá con mi mamá y una madrastra, pero ellas dijeron que preferían morirse allá que quedarse acá, el frío las mataba, entonces se devolvieron. A mi mamá desde que le pasó eso ni con mi papá se volvió a meter por la vergüenza. Nosotras nos sentíamos culpables. Y yo me sentía culpable porque yo le decía a mi mamá que era porque yo había retado a ese señor. Pero qué va, ya nos iban a violar a todas. Llegué a Bogotá y ahí sí empecé a sufrir, hermana”.
Pasó apenas un año cuando el dolor se hizo insoportable. Carmenza, después de mucho aguantar, porque no le gusta quejarse, fue a consulta médica pagada por ella misma. Después entró al Sisbén y descubrieron que su útero estaba revuelto con sus intestinos. Le sacaron la matriz.
“Me operaron la primera vez y eso fue una cosa horrible. La atención fue pésima. Primero, por ser desplazada. Segundo, por ser negra. “Las negras aguantan todo”, era lo que me decía un doctor de la Clínica La Candelaria.
—¿Por qué se queja? Las negras aguantan todo.
—Doctor, ¿por ser negra yo tengo que aguantar que me desprecien, que me violen, que las caderas me las hayan separado?
—Es que a veces ustedes se lo buscan.
Eso me ha tenido con mucho rechazo hacia esa gente (personal de salud). Por eso a veces voy cuando ya estoy boqueando”.
El prejuicio racista de que las personas afrodescendientes pueden, y deben, aguantar todo tipo de vejámenes y dolores, recuerda a la idea esclavista de que no son seres humanos. Por lo tanto, no reconocen su sufrimiento y niegan “el acceso al tratamiento al tratamiento del dolor como un derecho humano”, como lo plantea Human Rights Watch. Además de violar el Auto 092 de la Corte Constitucional, en el que se reconoce la violación al derecho a la salud para las mujeres desplazadas y, en riesgo, o víctimas de violencia sexual. Además de la Resolución 459 de 2012, que llama a evitar la revictimización.
Para Carmenza, varios servidores de la salud desconocieron su humanidad. Nunca, en ninguna de las seis cirugías que vinieron después, la trataron con compasión por lo que había vivido. Durante un año y medio tuvo una ileostomía y cargó su bolsa mientras buscaba rodearse de mujeres que entendieran lo que ella pasó. “He estado debatiéndome entre la vida y la muerte”, dice tajante. No solo su vida personal y sexual se afectó, sino también su salud mental.
En su búsqueda encontró dos organizaciones que le ayudaron a entender que no era culpable, que tenía derechos y que también tenía la posibilidad de atravesar el camino sinuoso de la sanación. Pero no con los psicólogos que la han atendido, que no le han dado más que pastillas. Sino con las mujeres que la han escuchado y le han enseñado a sanar con tambores y cantando sus alabaos. Eso es lo que le sale del alma.
A veces Carmenza no puede caminar porque le duelen las caderas y las rodillas. Pero da sus pasos cantando. Cuando se sienta, teje collares y aretes.
Hace alrededor de dos años la Unidad para las Víctimas reconoció el hecho victimizante de la violencia sexual, y aunque una indemnización le ayudaría a solventar la vida difícil que ha significado vivir en Bogotá estando enferma, no sería suficiente para reparar los daños físicos, psicológicos y familiares que le causó la violencia sexual.
Carmenza repite que lo que necesitan las víctimas es que las escuchen atentamente y tomen acciones que reconozcan su dignidad y así puedan hacer lo que a ella le gusta: vivir bien.
*El nombre fue cambiado por petición de la víctima.